domingo, 13 de enero de 2013

Almas Gemelas

 La muerte es la tregua que siempre nos unió, el silencio lleno de excusas para mirarnos a los ojos y sin palabras, contestar las preguntas que muchas veces al día soltamos al aire para  vaciar la angustia de no saber uno del otro.

Contesté el teléfono y la noticia clavo mi cuerpo a la tierra, sólo para dejar que el recuerdo me tomara de la mano para recorrer lo que fue mi vida a tu lado:

Somos tan iguales y tan diferentes, nos cortaron con la misma tijera olvidándose del último corte para separarnos, lo decíamos como una broma que como maldición nos persiguió -almas gemelas- que fortuna encontrarse, descubrirse, tocarse, saberse unidos y conocer de ante mano el final,  con la única opción de escondernos en la sombra y con el dolor a la luz de una verdad que siempre nos avergonzó, que nos ensució y a la vez nos embriagó del placer que acompaña a lo prohibido. ¿Cuántas veces te dije? no me opongo a vivir en pecado, y día a día intentaba asumir el precio de nuestra pasión, como si fuera una cruz en pago a tanta dicha, pero éramos más carne que alma, con la piel siempre ardiendo, débiles, inexpertos, para poder ocultarlo.

Madre fue la primera en notar mi cambio, me vio feliz, con la cara partida a la mitad, llena de dicha, dicha  que se daba cuando pronunciaba bajito tu nombre, acariciando cada una de sus letras hasta llegar a decirlo completo todo para mí, una y otra vez hasta gastarlo. Sólo lograba callarlo cuando lo depositaba en tu oído al deletrearlo lento y tierno tanto que sentía como te estremecías por dentro, y por fuera me hablaba tu cuerpo entero, que me pedía sin voz la caricia que nunca llegaba en público, y que cargada de deseo aprovechaba cualquier distracción de esas paredes tan conocidas y sagradas para taparles los ojos y fingir que ya no estábamos ahí, acabando en el piso frío, hostil, que nos regresaba a una realidad que no queríamos ni nos quería. ¿Y si huimos?, si nos vamos juntos donde nadie nos conozca, donde tu nombre y el mío no signifiquen nada.

Raros, así nos empezaron a llamar, a mi en casa me presentaban a los hijos de las amigas de madre, futuros pretendientes que no alcanzaban a tener una segunda oportunidad. Me tachaban de exigente. A ese paso solterona te vas a quedar. Yo ponía mi cara de no se metan en mi vida, manteniendo mi actitud estoica.

Y a ti, pobre, te llevabas la peor parte, tratando de mantener tu fama de rarito. Las mujeres te buscaban como amigo, confidente, y los hombres mantenían su distancia. Nunca te habían visto con una.

El mundo comenzó a conspirar en nuestra contra. Nada permanece igual, pensábamos que éramos los mismos, pero el tiempo se encargó de transformarnos a pesar de nuestros intentos por seguir siendo lo que no éramos.

Nos vio, nos vio en el preciso instante que con tus manos acunabas mi cara y nuestros labios imantados se pegaban humedecidos, y en un sólo delirio jadeábamos nuestros nombres.

Embebido en rencor, nos separó, abofeteo mi rostro, a ti intentó ahorcarte, pero tú más fuerte y ágil lograste someterlo, arrojó lo que pudo con la boca, habló de castigo, maldijo su vida, condenó la nuestra, y tú huiste, me abandonaste, dejándome sumida en el lugar de siempre, sin vida para lidiar con tu ausencia y con el infierno que él me hizo vivir a costa de su pena disfrazada de silencio.

El tiempo poco a poco me habló de una soledad acompañada que fue llenando las paredes de mi cuerpo que sentían al que palpaba, al que pronto saldría a la luz. Y su luz me alumbró en tu nombre.

Luego Madre nos volvió a unir, su muerte te trajo de regreso, te recibí con una sonrisa feliz hacía tiempo que mi boca y mis ojos no se agrandaban. Te miré reteniéndote todo el tiempo que pude, hasta que ella se metió en mis ojos, venia de tu mano, tu mujer, me vi en un espejo: la misma complexión, el mismo pelo, el mismo color de piel, hermanas, palabra maldita. La odie y quise ser su reflejo, para amarte con la libertad que era de ella.

Pero el río que siempre nos unió, nos arrastró, nos sumergió, para salir húmedos de cada quien. Seguías siendo mío.

Te lo pedí mil veces, no te vayas, no me dejes, cada vez estoy más sola, no ahora que sé que nuestras vidas pueden ser nuestras, que no  quiero seguir perdiéndome  en recuerdos, que él lo sabe, que madre se ha ido, ¿quien más importa?, pero tus oídos jamás escucharon mi voz.

La gente me abrazaba, me daba el pésame, me miraba con pesar, tocando mis pensamientos, yo trataba de ocultar aquellos que hablaban de la felicidad de tenerte nuevamente a mi lado. A ti también te rodeaban brazos, yo ni siquiera me atreví a tocarte.

Quise frenar el tiempo, dotar de sentido nuestra historia, reinventarla, pero tu partida me devolvió a la desesperación de los días iguales, sin principio ni fin, a lo absurdo de moverse en un mundo gris sin tiempo ni esperanza. Solo mi reflejo en los ojos de Ignacio me hablaban de la perpetuidad de un amor clandestino que veía la luz, que luchaba por mantenerse vivo, que arañaba la felicidad que a nosotros se nos había negado. Tu hijo, el mío, de los dos, sano, los rasgos fuertes de la familia, nuestra familia, la que nunca tuvimos. Deseos de un pasado que nunca dejó de ser futuro.

El teléfono, negro, mudo y frío, lentamente resbala de mis dedos cayendo al vació. Mis ojos en su vaivén hipnótico empiezan a derramar lágrimas una por cada recuerdo vivido y por vivir a tu lado, por no cumplir tu promesa, porque soy yo la que seguirá viviendo para que vivas en mi y así contigo, aprieto a Ignacio y enjuago mi llanto en su cuerpo inocente, ignorante y solo atino a decirle las únicas palabras que se me permiten decir, mi hermano está muerto.