La
muerte es la tregua que siempre nos unió, el silencio lleno de excusas para
mirarnos a los ojos y sin palabras, contestar las preguntas que muchas veces al
día soltamos al aire para vaciar la
angustia de no saber uno del otro.
Contesté
el teléfono y la noticia clavo mi cuerpo a la tierra, sólo para dejar que el
recuerdo me tomara de la mano para recorrer lo que fue mi vida a tu lado:
Somos
tan iguales y tan diferentes, nos cortaron con la misma tijera olvidándose del
último corte para separarnos, lo decíamos como una broma que como maldición nos
persiguió -almas gemelas- que fortuna encontrarse, descubrirse, tocarse,
saberse unidos y conocer de ante mano el final,
con la única opción de escondernos en la sombra y con el dolor a la luz
de una verdad que siempre nos avergonzó, que nos ensució y a la vez nos
embriagó del placer que acompaña a lo prohibido. ¿Cuántas veces te dije? no me
opongo a vivir en pecado, y día a día intentaba asumir el precio de nuestra
pasión, como si fuera una cruz en pago a tanta dicha, pero éramos más carne que
alma, con la piel siempre ardiendo, débiles, inexpertos, para poder ocultarlo.
Madre
fue la primera en notar mi cambio, me vio feliz, con la cara partida a la
mitad, llena de dicha, dicha que se daba
cuando pronunciaba bajito tu nombre, acariciando cada una de sus letras hasta
llegar a decirlo completo todo para mí, una y otra vez hasta gastarlo. Sólo
lograba callarlo cuando lo depositaba en tu oído al deletrearlo lento y tierno
tanto que sentía como te estremecías por dentro, y por fuera me hablaba tu
cuerpo entero, que me pedía sin voz la caricia que nunca llegaba en público, y
que cargada de deseo aprovechaba cualquier distracción de esas paredes tan
conocidas y sagradas para taparles los ojos y fingir que ya no estábamos ahí,
acabando en el piso frío, hostil, que nos regresaba a una realidad que no
queríamos ni nos quería. ¿Y si huimos?, si nos vamos juntos donde nadie nos
conozca, donde tu nombre y el mío no signifiquen nada.
Raros,
así nos empezaron a llamar, a mi en casa me presentaban a los hijos de las
amigas de madre, futuros pretendientes que no alcanzaban a tener una segunda
oportunidad. Me tachaban de exigente. A ese paso solterona te vas a quedar. Yo
ponía mi cara de no se metan en mi vida, manteniendo mi actitud estoica.
Y a
ti, pobre, te llevabas la peor parte, tratando de mantener tu fama de rarito.
Las mujeres te buscaban como amigo, confidente, y los hombres mantenían su
distancia. Nunca te habían visto con una.
El
mundo comenzó a conspirar en nuestra contra. Nada permanece igual, pensábamos
que éramos los mismos, pero el tiempo se encargó de transformarnos a pesar de
nuestros intentos por seguir siendo lo que no éramos.
Nos
vio, nos vio en el preciso instante que con tus manos acunabas mi cara y
nuestros labios imantados se pegaban humedecidos, y en un sólo delirio
jadeábamos nuestros nombres.
Embebido en rencor, nos separó, abofeteo mi rostro, a ti
intentó ahorcarte, pero tú más fuerte y ágil lograste someterlo, arrojó lo que
pudo con la boca, habló de castigo, maldijo su vida, condenó la nuestra, y tú
huiste, me abandonaste, dejándome sumida en el lugar de siempre, sin vida para
lidiar con tu ausencia y con el infierno que él me hizo vivir a costa de su
pena disfrazada de silencio.
El tiempo poco a poco me habló de una soledad acompañada
que fue llenando las paredes de mi cuerpo que sentían al que palpaba, al que
pronto saldría a la luz. Y su luz me alumbró en tu nombre.
Luego Madre nos volvió a unir, su muerte te trajo de
regreso, te recibí con una sonrisa feliz hacía tiempo que mi boca y mis ojos no
se agrandaban. Te miré reteniéndote todo el tiempo que pude, hasta que ella se
metió en mis ojos, venia de tu mano, tu mujer, me vi en un espejo: la misma
complexión, el mismo pelo, el mismo color de piel, hermanas, palabra maldita.
La odie y quise ser su reflejo, para amarte con la libertad que era de ella.
Pero el río que siempre nos unió, nos arrastró, nos
sumergió, para salir húmedos de cada quien. Seguías siendo mío.
Te lo pedí mil veces, no te vayas, no me dejes, cada vez
estoy más sola, no ahora que sé que nuestras vidas pueden ser nuestras, que
no quiero seguir perdiéndome en recuerdos, que él lo sabe, que madre se ha
ido, ¿quien más importa?, pero tus oídos jamás escucharon mi voz.
La gente me abrazaba, me daba el pésame, me miraba con
pesar, tocando mis pensamientos, yo trataba de ocultar aquellos que hablaban de
la felicidad de tenerte nuevamente a mi lado. A ti también te rodeaban brazos,
yo ni siquiera me atreví a tocarte.
Quise frenar el tiempo, dotar de sentido nuestra
historia, reinventarla, pero tu partida me devolvió a la desesperación de los
días iguales, sin principio ni fin, a lo absurdo de moverse en un mundo gris
sin tiempo ni esperanza. Solo mi reflejo en los ojos de Ignacio me hablaban de
la perpetuidad de un amor clandestino que veía la luz, que luchaba por
mantenerse vivo, que arañaba la felicidad que a nosotros se nos había negado.
Tu hijo, el mío, de los dos, sano, los rasgos fuertes de la familia, nuestra
familia, la que nunca tuvimos. Deseos de un pasado que nunca dejó de ser
futuro.
El teléfono, negro, mudo y frío, lentamente resbala de
mis dedos cayendo al vació. Mis ojos en su vaivén hipnótico empiezan a derramar
lágrimas una por cada recuerdo vivido y por vivir a tu lado, por no cumplir tu
promesa, porque soy yo la que seguirá viviendo para que vivas en mi y así
contigo, aprieto a Ignacio y enjuago mi llanto en su cuerpo inocente, ignorante
y solo atino a decirle las únicas palabras que se me permiten decir, mi hermano
está muerto.